La
ambición de algunos integrantes de la clase política no tiene medida y no
comprenden porqué el ciudadano está indignado y exige el establecimiento de un
sistema anticorrupción.
Por
ejemplo, para algunos es normal que un contratista les obsequie una residencia
a cambio de haberlo favorecido con contratos o prebendas y cuando la ciudadanía
sólo puede hacerse de ella obteniendo el primer lugar del melate o del sorteo
del Tec.
No
comprenden que es mal visto que tomen dinero que no les coresponde; que abusen
de su encargo para gestionar algún porcentaje de dinero; que obtengan el mejor
negocio con el gobierno, violando leyes y reglamentos y que al término de su
gestión de tres o seis años, tengan su vida y la de sus familias, -incluso
hasta en varias generaciones-, resuelta y sin preocupaciones. O son muy
sinverguenzas.
El
problema surge cuando sus posesiones, pertenencias o forma de vida llegan a ser
superiores al sueldo que devengan. Aquí es donde interviene la opinión pública
al cuestionar la ostentosa, y a veces opulenta, forma de vivir y que no
coincide con una percepción económica de un cargo de primer nivel en la
administración pública o un puesto de elección popular.
Un
ciudadano que en el mejor de los casos devenga poco más de una decena de miles
de pesos, no puede aspirar al nivel de vida de los ingresos que obtiene algún
integrante de la clase política que ostente un sueldo, como el señalado arriba.
La
clase política debería impulsar el compromiso 85 y 86 del Pacto Por México, referente
a la necesidad de crear un sistema nacional contra la corrupción y cuyo
titular, académico o notable, no tenga vínculos con los sujetos de
investigación, sean del poder político o económico.
Por
eso, cuando simplemente cierran sesiones en sus respectivas Cámaras para
disfrutar de algunos días de asueto en familia con motivo de las fiestas
decembrinas, el mensaje que envían los responsables de aprobar medidas
anticorrupción, es que “vamos a seguir
robando, ¿y qué?”, cuando este es un clamor y demanda ciudadana.
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