Citas memorables de la historia de México

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miércoles, 9 de enero de 2008

De negociaciones a negociaciones

Bajo el reinado del dictador Porfirio Díaz no quedaban en México ni bandidos ni rebeldes ni salteadores de trenes. Díaz había limpiado el país de rebeldes de una manera muy sencilla y perfectamente dictatorial.

Por esos días, estaba por firmarse un nuevo tratado comercial entre México y los Estados Unidos. Ante asuntos de tal envergadura, Porfirio Díaz se consideraba invariablemente como un gran hombre de Estado, por lo que decidió organizar una recepción oficial en el Castillo de Chapultepec, en honor del diplomático norteamericano enviado para las negociaciones, a la cual, sólo la aristocracia y la alta sociedad mexicana fue invitada, con el fin de reforzar la impresión de elegancia, de civilización, de cultura y de opulencia de los mexicanos.

Por todos los rincones del castillo resplandecían los uniformes de los generales. En el centro, Porfirio Díaz en persona, cubierto, recargado y lleno de galones y condecoraciones de oro, rodeado de la nobleza de la época. Las mujeres iban sobrecargadas de joyas, como los expositores que hay en las vitrinas de los joyeros de una de las calles más elegantes de París. El gabinete en pleno acompañaba al Presidente Díaz, quien junto con su esposa doña Carmen Romero, se regocijaban de la interpretación directiva del recién descubierto talento musical Juventino Rosas.

Mientras tanto, el festejado diplomático norteamericano exhibía a don Porfirio, y quienes lo rodeaban, un reloj de oro cubierto de diamantes, con una aduladora dedicatoria a su gloria y adornado con el monograma de Eduardo VII rey de Inglaterra y emperador de las Indias, obsequiado por el mismo monarca, al término de las negociaciones comerciales entre su país y la corona inglesa; a lo cual, el presidente Díaz pensaba en la manera cómo iba a superar el regalo del rey de Inglaterra, para que todo el mundo oyera hablar de él y llegara dicha noticia a todos lados.

Durante una pausa en el baile, el diplomático americano se dio cuenta, de repente, que su precioso reloj no se hallaba donde lo había dejado. Después de haber repasado cuidadosamente todos los bolsillos de su traje, no lo encontró. Pero el detalle, le hizo descubrir que habían cortado muy delicadamente la cadenita de oro a la que estaba unido el reloj. Tuvo el suficiente tacto para saber que no se debe provocar ningún incidente por la desaparición de un reloj de oro ordinario durante una fiesta diplomática, como aquella, pero se dirigió al General Díaz diciéndole: “…“Disculpe, don Porfirio, siento molestarle, pero acaban de robarme en este mismo lugar, en la sala de baile, el reloj que me regaló el rey de Inglaterra.” A lo que el presidente después de infinidad de disculpas, le prometió que en 48 horas le sería devuelto su reloj.

Al término del festejo, don Porfirio se dejó llevar por una cólera negra, una de estas cóleras de las que sólo él era capaz, la cólera de un dictador cuya impostura está a punto de ser descubierta. “El viejo vuelve a tener su crisis” murmuraban los sirvientes del castillo asustados, temblando al pensar en lo que les esperaba en cuanto acabara el baile. Eran más temibles los excesos de cólera del dictador que los terremotos. Era más brutal que un viejo gato salvaje enfurecido. Al día siguiente se empezó a rastrear todo el territorio mexicano en búsqueda del reloj robado.

El jefe de la policía se trasladó a la cárcel de preventivos. Reunió a todos los presos y les dijo: “Ahora son las siete de la mañana. Si este reloj está encima del despacho del director de la cárcel antes de las siete de la tarde seréis todos puestos en libertad y a ninguno de vosotros se le perseguirá por las causas por las que se os ha ingresado. El que devuelva el reloj no deberá decir su nombre, podrá irse como llegó; nadie le pedirá cuentas de cómo el reloj llegó a sus manos; y no se le detendrá ni por el reloj ni por cualquier otro delito cometido antes de las siete de esta mañana. Al contrario, recibirá de manos del director una recompensa de doscientos pesos de oro. Os vamos a dar a cada uno un papel, un sobre y lápices. En estas cartas podéis escribir lo que queráis, no serán censuradas. Y nadie de la dirección se quedará con las señas. Dentro de una hora vendrán unos carteros a quienes daréis las cartas en persona. Estos carteros llevaran las cartas a su dirección bajo el sello del secreto profesional. Aquí tengo la orden certificada, firmada por Don Porfirio, yo mismo y por el director de la cárcel. Este certificado tiene fuerza de ley hasta las siete y media de esta tarde”. El reloj no apareció.

El presidente Díaz llegó al convencimiento de que no había sido robado por los delincuentes ordinarios y que no se hallaba en manos de los encubridores, fijándose en otro estrato de delincuentes. Convocó para última hora de la tarde a todos los generales que habían asistido a la fiesta diplomática. Se presentaron todos a la audiencia, excepto un general de división, quien contaba con la anuencia de Díaz para excusarse. A los reunidos, les dio de plazo hasta las 10 de la mañana para que buscasen en la tropa, pero fue infructuoso.

Por último, mandó llamar al general que no acudió a la cita, y de manera seca le dijo “Divisionario, dame el reloj del diplomático americano”. Sin pestañear ni mostrar la más mínima contrariedad, el general pasó su mano bajo la túnica, buscó un poco en los bolsillos interiores y sacó el reloj. Dio dos pasos hacia el dictador, diciéndole: “A sus apreciables órdenes, don Porfirio, a sus órdenes muy queridas.” Y continuó diciendo: “Porfirio, temía que lo cogieras, así que pensé que era mejor que fuera yo, ya que tú puedes comprarte uno más fácilmente que yo”.

Porfirio Díaz tuvo que contentar al diplomático, tratarle amigablemente y devolverle su buen humor para que este episodio permaneciera oculto, y para calmar y complacer al diplomático, se vio obligado durante la negociación del tratado comercial a hacer concesiones que, evidentemente, tuvo que pagar el pueblo mexicano, pero que supusieron para el diplomático el honor de ser tratado como uno de los más hábiles en la historia de los Estados Unidos.

Luego entonces, quién robó el reloj de los norteamericanos en las negociaciones del capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte vigente desde 1994?

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