Citas memorables de la historia de México

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sábado, 15 de agosto de 2009

La bienvenida

Guadalajara, considerada la segunda ciudad de México por tamaño y población, en donde se mezclan el sabor del México más auténtico, con bellos edificios coloniales, y de la modernidad, con grandes avenidas y construcciones vanguardistas, fue la sede los trabajos de la Cumbre de Líderes de América del Norte, bajo el techo del Instituto Cultural Cabañas, un antiguo hospicio para niños desamparados del siglo XIX reconvertido en museo. 

Al final de esos trabajos, el presidente Felipe Calderón defendió la protección de los derechos humanos en su administración, precisando que "quienes señalen lo contrario, están obligados a probar un caso, un solo caso", lo que provocó un alud de declaraciones de organizaciones de defensa de los derechos humanos, cuestionando al Ejecutivo Federal. 

Aún cuando la justicia es ciega, en ocasiones es absurda e ilógica. Como el caso de la indígena otomí Jacinta Francisco Madrigal, acusada y procesada en Querétaro, de haber secuestrado a 6 agentes de la extinta Agencia Federal de Investigaciones (AFI) en marzo de 2006 y sentenciada en diciembre pasado a una pena de 21 años de cárcel. Inconcebible, y que en su condición de mujer, los haya sometido y desarmado para después secuestrarlos.

De ser como lo presume el agente del Ministerio Público y el Juez, tanto la Procuraduría General de la República (PGR) como la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) federal, deberían considerar el reclutamiento de indígenas en su personal operativo. Imagínese usted con un batallón de unas 250 indígenas, -mujeres y como Jacinta, por supuesto-, se acabarían los problemas de inseguridad en el país, y por ende, la violación de derechos humanos. 

Para el inicio de la guerra de independencia, Guadalajara, capital del Reino de la Nueva Galicia, era una ciudad de 35,000 habitantes.

La mayoría de sus casas eran todas de un sólo piso, con grandes salones, dos o tres patios y enormes corrales. Las damas y caballeros de sociedad, españoles y su descendencia, -por lo regular-, vivían en aislamiento y tratando con sus iguales; imitaban costumbres españolas pero eran muy ignorantes y altivos y gustaban de socorrer a los menesterosos.

Las mejores familias de Guadalajara, gustaban de reunirse por las noches en casa del Oidor de la Real Audiencia, el Dr. Velasco de la Vara (hoy en la esquina de las calles independencia y Santuario) o en las casas de los Canónigos Cerpa o Delgado (en la esquina de la calle Santuario y Morelos), para jugar la malilla y juegos de cartas con apuesta, mientras los jóvenes se entretenían en juegos de estrado, adivinanzas o haciendo reir con juegos de dicción, como el de las cuatro tablitas entambirandinguiraditas.

En toda la ciudad, había una sóla escuela pública de primeras letras, mientras en el Seminario y en la Universidad, se enseñaba latín de la Edad Media, Teología Escolástica y Cánones.

No había periódicos y sólo unos cuantos vecinos recibían la Gaceta o el Diario que se publicaba en México.

Había dos o tres bibliotecas particulares con 400 o 600 volúmenes, como las de Don Manuel Porres Baranda de Estrada y costaban tan caros los libros, que la ilustración al derecho Real de España valía entonces 100 pesos.

Resultado de esa ignorancia era el fanatismo que dominaba en todas las clases sociales: los ricos asistían a misa los domingos, rezaban diariamente el rosario y hacían ostentación de piedad, raras veces, sincera; celebraban frecuentes funciones religiosas, pagaban con puntualidad el diezmo y cuidaban mucho de exterioridades.

En contraste, los infelices indios no conocían la religión, sino la superstición, confundieron siempre el culto de las imagenes con la idolatría; para ellos, el sacerdote era un ser superior a cuyos caprichos estaban incondicionalmente sometidos; y el agente del Rey, era una autoridad infalible.

Disgregada la sociedad, los españoles ricos se apegaban a las instituciones coloniales que les garantizaban los monopolios, los privilegios y la más irritante supremacía; los criollos y los indios que se veían alejados de los puestos públicos, oprimidos y vejados, mantenían un odio latente contra aquellos que los dominaban y que se enriquecían a costa de su trabajo y sus legítimos derechos.

El 26 de noviembre de 1810, Guadalajara vio cómo entraban 7,000 caballos y 300 hombres con Miguel Hidalgo al frente, por la villa de San Pedro, -ahora en Tlaquepaque-, en compañía de Aldama, Abasolo, Balleza, Portugal y Navarro.

José Antonio Torres, -El Amo-, y su ejército de 20,000 hombres, llegaba procedente de Zacoalco de vencer a los realistas de Roque Abarca, y junto con José María Mercado, -cura de Ahualulco-, en compañía de sus 2,000 hombres, recibieron a Hidalgo.

Las campanas de la catedral y sus iglesias, repiqueteaban anunciando que su excelencia pisa ya las primeras calles de Guadalajara.

El cabildo eclesiástico manda una comisión a recibir a las puertas de catedral al generalísimo. Hidalgo se acerca a tomar el agua bendita de la mano del canónigo “aquí tienen ustedes al hereje”, le dice con una sonrisa de sarcasmo, con esa sonrisa que revela en las arrugas del rostro, las arrugas del alma. Se canta el Te Deum y el generalísimo y sus compañeros se retiran al palacio de la audiencia, -hoy de Gobierno-.

El pueblo no lo deja dar un paso, y penetra por la multitud, como una cuña, que va abriendo una masa. Hidalgo ha llegado. Los festejos tuvieron un costo de 1,000 pesos, mismos que después son obligados a devolver a la Real Hacienda. 

Para entonces, Allende desde Guanajuato había escrito algunas cartas a Hidalgo, en el que le mostraba su disgusto por marchar a Guadalajara: “…[…] Usted se ha desentendido de todo nuestro comprometimiento, y lo que es más que trata usted de declararme cándido, incluyendo en ello el más negro desprecio hacia mi amistad … Espero que a la mayor brevedad me ponga en marcha las tropas y cañones, o a la declaración verdadera de su corazón, en inteligencia de que si es como sospecho, es que usted trata sólo de su seguridad y burlarse hasta de mí, juro a usted por quien soy que me separaré de todo, más no de la justa venganza personal […]…” le expresaba Allende a “el cabrón del cura”, como lo llamaba. 

Además, en enero de 1811, y contrario al recibimiento a Hidalgo, el cabildo eclesiástico de Guadalajara manifestó al virrey Francisco Javier Venegas, su conducta durante el tiempo que mandó Hidalgo: “…Por consecuencia llegamos a la degradación y abatimiento en que nos pusieron las circunstancias; y no nos quedó libertad ni voz para otra cosa que para conducirnos como éstas lo exigían, a fin de precaver los mayores males públicos y privados, y los ultrajes a que nos exponíamos y exponíamos al pueblo, y tocando hasta el extremo de sellar nuestros labios con ocasión de la dureza y vilipendio con que fueron tratados este venerable señor deán y otros tres señores capitulares… Y son igualmente motivo el más poderoso y justo para que hoy, que tenemos la dulce complacencia de vernos protegidos por las armas de nuestro augusto, adorado y deseado soberano el señor don Fernando VII, a quien vuestra excelencia legítimamente representa, hagamos, como hermanos, alarde de presentarnos como sus más fieles vasallos y de elevar a la superioridad de vuestra excelencia los sentimientos que como a tales nos animan cordial e íntimamente…”. 

Juan Cruz Ruiz de Cabañas, obispo de Guadalajara en 1810 y fundador de la Casa de la Misericordia, -hoy Instituto Cabañas, sede de la Cumbre-, había formado un pequeño batallón denominado "la Cruzada" con individuos del clero secular y regular, quienes marchaban por las calles a caballo y sable en mano, precedidos de un estandarte blanco con una cruz roja y seguidos de numerosas turbas que gritaban: ¡viva la fe católica!, pero en los primeros enfrentamientos, se acobardaron y desertaron.

Años más tarde, -en 1821-, Cabañas entrona a Agustín de Iturbide como emperador y le coloca la corona en su cabeza. 

Al inicio de la guerra de Reforma, en febrero de 1858, el presidente Benito Juárez es recibido en Guadalajara.

Luego de alguna reunión de gabinete, Juárez propuso se dirigiese un manifiesto a la nación, diciéndole que nada importaba el revés sufrido en Guanajuato, y que el gobierno continuaba con más fe y con mayor brío combatiendo, hasta lograr la consumación de la Reforma.

Guillermo Prieto tomó sus útiles para dirigirse a la casa de su amigo Jesús López Portillo y redactar la instrucción presidencial.

No pudo salir. Al grito de algún soldado sublevado: ¡viva la religión!, Juárez es aprehendido junto con los miembros de su gabinete el 14 de marzo.

Irrumpieron en el Palacio de Gobierno -donde se les mantenía-, el Coronel Landa y veinticinco de sus soldados, quienes llevaban el firme propósito de fusilarlos a todos. 

Una voz tremenda, salida de una cara que desapareció como una visión, dijo a la puerta del salón: "...Vienen a fusilarnos….".

Los soldados entraron al salón arrollándolo todo; a su tren venía un joven moreno de ojos negros como relámpagos: era Peraza. Corría de uno a otro extremo, con pistola en mano, un joven de cabellos rubios: era Pantaleón Moret. Y formaba en aquella vanguardia don Filomeno Bravo, futuro gobernador de Colima. Aquella terrible columna, con sus armas cargadas hizo alto frente a la puerta del cuarto y sin más espera y sin saber quién daba las voces de mando, escucharon distintamente: "¡Al hombro! ¡Presenten! ; Preparen! ; Apunten!". 

Mientras tanto, afuera del templo de San Francisco, Santos Degollado, el general Díaz, de Oaxaca, Cruz Aedo, el doctor Antonio Molina y otras personas, se organizaban en una columna para recobrar Palacio de Gobierno y liberarlos.

Los combates se extendían desde Palacio de Gobierno hasta el templo de Santa María de Gracia, hoy la escuela de música. Los rostros feroces de los soldados, su ademán, la conmoción misma.

Prieto tomó a Juárez de la ropa, lo puso a su espalda, lo cubrió con su cuerpo, abrió sus brazos y ahogando la voz de "fuego" que tronaba en aquel instante, gritó: "…¡Levanten esas armas!, ¡levanten esas armas!, ¡los valientes no asesinan...!" y habló a los soldados.

Un viejo de barbas canas que tenía al frente, y con quien se encaró diciéndole: "…¿Quieren sangre? ¡bébanse la mía...!" alzó el fusil y los otros hicieron lo mismo. Entonces Prieto vitoreó a Jalisco. 

Los soldados lloraban, protestando que no los matarían y así se retiraron como por encanto. Bravo se cambia de bando. Juárez se abrazó de Prieto. Sus compañeros le rodeaban, llamándole su salvador y salvador de la Reforma. Su corazón estalló en una tempestad de lágrimas. Juárez se dirige en un manifiesto al pueblo de Jalisco, agradeciendo todas sus atenciones y apoyo durante su estancia. 

José María Iglesias acudió a catedral para cobrar una deuda por 90,000 pesos que debían al gobierno civil, -desde antes de la independencia-, para el sostenimiento del gobierno de Juárez, pero, -obviamente-, le fueron negados.
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