El jueves pasado
compareció en el Senado, la Procuradora General de la República, Arely Gómez
González, en el marco de la glosa del tercer informe de gobierno.
Quizás lo mediáticamente
más importante dicho por la funcionaria fue, la revelación que en las
indagatorias sobre la fuga de Joaquín “El
Chapo” Guzmán, se detuvo al piloto aviador que llevó al capo a otro lugar.
De ahí nada nuevo bajo el sol.
Confirmó que las
investigaciones por la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa no se ha
cerrado, pero omitió hablar de la responsabilidad política y legal de su
antecesor, cuando la PGR a su cargo realizará una segunda investigación, que
viene a descalificar la verdad histórica, producto de la primera investigación
a cargo del exprocurador Murillo Karam.
La procuradora
explicó los temas de Tlatlaya, Tanhuato, el informe del Grupo de Especialistas
Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el informe
del Alto Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas, y no podía faltar,
los escándalos inmobiliarios, como la Casa Blanca y Malinalco.
Llaman la
atención tres temas sobre la comparecencia de la Procuradora. El primero, que
tiene que ver con la coyuntura en las declaraciones del secretario de defensa,
Salvador Cienfuegos, que parece que la procuración de justicia en México está
politizada y no protege a los militares, y que podría haber sido un mensaje de
inconformidad o protesta del sector militar dirigido a la clase política.
El segundo que podría
ser el más delicado, es la indiferencia y naturalidad con que la clase política
ve la violación de derechos humanos en México, cuya actitud pareciera contradecir
el carácter multifactorial de la política de seguridad nacional mexicana, al
omitir la seguridad humana.
Aquí parece que
sólo la comunidad internacional y los organismos internacionales, como la OEA y
Naciones Unidas, se dan cuenta que las políticas públicas de protección a la
personalidad humana, son de pobre calidad y han sido superadas por la cultura
de la omisión, por la cultura de la impunidad y de la corrupción.
El último tema,
es la parsimonía en los grupos parlamentarios en reclamar con firmeza, -no a
gritos ni sombrerazos-, la política de procuración de justicia; como si un alto
funcionario de una televisora hubiera dirigido una campaña para minimizar las
críticas de la clase política en dicha comparecencia.
No aparecieron
los cuestionamientos a la vulnerabilidad en las instituciones de seguridad en
Guerrero o Michoacán; ni tampoco el papel del CISEN en los hechos en Ayotzinapa
o Tlatlaya, que parece que fue de un bajo perfil.
Hubo ausencia de
curiosidad por saber cuál fue el resultado de la visita de la Comisión de
Diputados alemanes que estuvo en México en octubre pasado, para verificar el
convenio en el marco de venta de armas de ese país a México.
Nadie preguntó si
agencias de inteligencia y seguridad norteamericanas, como la DEA, el FBI o la
CIA proporcionaron información en los temas sensibles que abordó la
procuradora, como más de alguna vez lo han hecho, ni el sentido o contenido de
ésta.
Que se haya
operado una contención de la opinión pública o un adelantado control de daños,
no significa que se haya erradicado la percepción ciudadana de un pacto de
impunidad que pudiera existir entre todos los partidos y su clase política para
ocultar lo penoso del estado que guarda los derechos humanos en México. Aquí
subyace la percepción de la CIDH y de Naciones Unidas.
Estas
instituciones internacionales ven la fragilidad y corruptibilidad de las
instituciones de seguridad. Quizás tenga razón el subsecretario Roberto Campa
Cifrián, al señalar que no todo en el país se encuentra como lo señala el Alto
Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas; porque efectivamente son en
lugares muy bien focalizados.
Lo que sí tiene
razón el organismo de Naciones Unidas, es que la mayoría de las instituciones
de seguridad tienen insertado en la cultura de operación en seguridad, la
violación de derechos humanos como una práctica que no es combatida. Vino a demostrar lo delicado en que se
encuentra el sistema de procuración e impartición de justicia mexicano. El
primero, todavía funcionando con un sistema inquisitorio, mientras que el
segundo, con fallas en el debido proceso y bajo la sospecha por la
corruptibilidad de algunos jueces o la aplicación política de la ley.
Lo más grave,
vino a demostrar la vulnerabilidad en que nos encontramos los ciudadanos que
estamos integrados al campo social, por la colusión y permisibilidad de
servidores públicos con la delincuencia, -de los tres niveles y en los tres
órdenes de gobierno, en nuestro perjuicio.
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